29 de enero de 2010

Discurso vacío y disputas estériles

Resulta que los verbos imperativos resultan útiles para las consignas y eslóganes políticos, aunque tranquilamente pueden ser expresiones sin verbo, en cualquier caso se trata de expresiones vacías de sentido. La pregunta reside en por qué resultan más convenientes los contenidos aparentemente “desideologizados”, consignas fáciles y mensajes figurativos. La respuesta es fácil: para poder recoger todas las adhesiones posibles, catch all lo llaman los politólogos, y acceder a fórmulas de poder abarcativas e incuestionables en cierta medida. Por otro lado se crítica la binominalidad que proponen políticamente algunos partidos, agrupaciones o movimientos, los buenos y los malos, nosotros y ellos, alter y ego, amigo - enemigo como gustó nombrar el polémico C. Schmitt, como estrategia de captación y en contra de los disensos y las multiplicidades.

Sin embargo estas alternativas forman, paradójicamente o no, parte de una única realidad, la pretensión de totalidad desemboca en un llano hegemonismo con pretensión unanimista que conduce necesariamente a la construcción de otro externo y antitético. Pasando en limpio, la necesaria invocación a una teórica “sociedad” inspira en el político una necesidad de representarla a toda, más allá de las mediaciones representativas, y eso lleva a generar un sentimiento de pertenencia excluyente, pero sin fundamentos ideológicos. Ahí está la cuestión, tras un discurso repleto de ambigüedades y supuestamente neutral se esconde una actitud marcadamente violenta asociada a la detentación del poder político estatal. ¿Acaso existe una alternativa a eso?

Los llamados partido de clase, que nunca existieron con fortaleza en la Argentina o en EEUU y están prontos a diluirse en Europa Occidental, plagados de dogmas ideológicos guardaban una honestidad política que no existe en estos partidos modernos, frágiles y “desideologizados”. Algunos diagnósticos apocalípticos achacan esto a dos factores fundamentales: los medios de comunicación, y su influencia creciente en la política y en la opinión ciudadana, y los liderazgos personalistas. Los medios de comunicación, en particular la TV del homo videns sartoriano, tienden a trivializar la vida pública, a propiciar el espectáculo mediático por sobre cualquier información que se precie de “objetiva”, a simplificar los mensajes, y a efectuar sondeos tendenciosos, lo efímero de la lógica del show business inunda la política de escándalos, golpes de efecto y un absoluto disvalor de la palabra. El liderazgo personalista tienden a lazos políticos intensos pero efímeros, atados a la volátil popularidad de una imagen pública, mediada por motivos supuestamente irracionales y afectivos, la persona domina cualquier estructura que suponga principios programáticos y puede reinventarse en función de nuevas demandas aún preservando la carcasa institucional que lo contiene parcialmente. Todos argumentos viejos, repetidos e insuficientes; ni el personalismo ni la supuesta omnipotencia de los medios explica las desavenencias de la política, la vacuidad de sus consignas y la, para algunos paradójica, intolerancia entre adversarios.

La pretensión de lo universal existe en toda manifestación política, como ya señalara Ernesto Laclau, al menos en un sistema democrático electoral, no porque se apunte a una especie de absolutismo, sino porque toda propuesta política debe apuntar necesariamente a afectar a la totalidad no a particulares o segmentos políticos. No es responsabilidad de los personalismos haber generado relaciones insolubles de competencia política, en cambio a los partidos le resultan útiles para reinventarse más allá de esos personalismos que explota, el PJ puede ser Menem o Kirchner, la UCR fue Alfonsín y Angeloz. Lo que permite los discursos vacíos (cito expresiones como “Un país en serio”, “Hay alguien nuevo en la política”, o “Síganme, no los voy a defraudar”) es hacer un juego donde todo queda por definir, se ajustan las propuestas a un electorado indefinido pero claramente parcializado y fragmentado en más pequeños colectivos. Por tanto el vacío ideológico tiene una doble vertiente que tiene que ver tanto con los políticos o representantes – y con los partidos - como con los ciudadanos o representados, la ambigüedad permite libres interpretaciones de todo, y como todo debate sin contenido ni sentido claro genera disputas estériles, inacabadas e irresolubles en el debate político.

La cuestión es simple, no existen políticas coherentes porque la coherencia, como ya señale en una intervención anterior, no se lleva bien con la política. Entonces el lógico universalismo de la prédica política se convierte en un criterio selectivo pero inestable, un ensayo-error constante para medir al electorado más allá de los vínculos afectivos-partidarios y sujeta a los avatares de los recursos económicos disponibles para ese fin. Pero el electorado no es inocente, da el voto y lo quita a veces por los mismos motivos sin mediar más que escasos meses entre una y otra decisión, quizá los medios tengan responsabilidad en esto, pero de seguro no con el grado de omnipotencia que le quieren adjudicar. El discurso ambivalente permite las conductas errantes con una racionalidad pasmosa, y genera disputas tan esporádicas como violentas que no tienen solución, que son insalvables porque los motivos de las disputas no son nítidos. Aunque sinceramente sí lo son: alcanzar el poder y obstaculizar a cualquiera que intenté arrebatar ese privilegio.


Fernando M. S.

19 de enero de 2010

Dilemas del gobierno popular

Después de muchos meses de ausencia el blog A30F se reedita. Ciertamente remozado, con algunas ideas nuevas y con otros participantes diferentes a los que originalmente lo concebimos, con el suficiente entusiasmo para gestarlo, pero sin la suficiente constancia como para sostenerlo. Tras un inicio, desde mi modesto entender, que parecía auspicioso y dejaba entrever una proyección repleta de polémicas, intercambios y discusiones, nos encontramos con que resultaba más difícil de lo que creíamos mantener un espacio de estás características siquiera con una mínima porción del fervor que había sido capaz de crearlo. Sin embargo nunca es tarde para retomar proyectos truncos, y más cuando ese “fracaso” fue resultado de una única causa de la cual somos principales responsables por nuestra falta de persistencia y empeño en llevarlos adelante. Es por ello que – y para darle sensación de continuidad – publico un breve texto, como se verá ya viejo, que narra sobre un tema que a pesar de estar desfasado en cuanto a los hechos que remite considero está en el centro de la cuestión política en la actualidad, sino basta con ver http://www.perfil.com/contenidos/2010/01/16/noticia_0010.html. Hecha esta breve introducción, doy la bienvenida a los nuevos protagonistas de este espacio.



Hace algunos días en el hiper-oficialista programa “6-7-8”, emitido en canal 7 de lunes a viernes a las 20 hs, Orlando Barone criticaba a las empresas multimedios, y en particular a Clarín, y las acusaba de atacar a un gobierno popular, y hacía el mismo paralelismo con el caso venezolano. La apreciación del periodista no es para nada errada, las empresas multi-medios ejercen una crítica incansable y permanente al gobierno de Cristina Fernández, y esta tendencia se ha multiplicado a raíz de la centralidad de la Ley de Radiodifusión en el debate político actual. Lo que no queda muy claro es a qué se refiere Barone con la idea de gobierno popular, y cómo se articula esta idea para convertirse en un argumento en sí mismo para proteger y salvaguardar al gobierno de turno de la crítica externa.

¿Qué es lo que convierte en popular a un gobierno? Evidentemente para Barone no se trata únicamente de una mayoría electoral inapelable que respalde una candidatura, una legitimidad democrática-electoral implica sólo el punto de partida y la base a partir de la cual se erige un gobierno popular. La noción del periodista supone, y esto es una opinión mía, dos elementos constitutivos: por un lado, vinculadas a las políticas concretas que ese gobierno lleva adelante, y, en segundo término, el apoyo manifiesto de aquellos sectores sociales más desfavorecidos o pertenecientes a las clases subalternas. La condición de popular es otorgada, no por el consenso de origen, sino por la identificación a posteriori de los sectores populares con las políticas concretas llevadas adelante, el caso de la elección de N. Kirchner es un ejemplo claro a ese respecto dado que su legitimidad electoral de origen era realmente exigua.

El problema radica en identificar e individualizar tanto las medidas concretas como los sectores que sostienen o apoyan a ese gobierno. Ese ejercicio no resulta fácil, y por ende tampoco es habitual. Se construyen esquemas simplificadores que reducen la realidad a relaciones dicotómicas, una dialéctica vulgar que coloca los límites de pertenencia y que reduce las posibilidades al mínimo: o se está en un bando o – necesariamente – se está en el otro. Y para definir esas simplificaciones coadyuvan tanto unos como otros en las distintas contiendas, se conforman colectivos imaginarios rígidos tales como el “gobierno”, el “campo”, los “medios”, la “oposición”, que interactúan en la realidad. En el caso de Barone los “medios” se oponen al “gobierno popular”, el capital monopólico atenta contra un gobierno democrático que, además, es popular. La pregunta que queda, y es la duda que ha alentado esta intervención, es: ¿Hubiera Barone defendido de igual forma a cualquier otro gobierno ante la crítica? ¿La condición de gobierno popular es argumento suficiente para defender todas y cada una de sus políticas? Y en ese caso ¿Quién determina cuando un gobierno merece o no el mote de “popular”?

Se han hecho numerosos trabajos que han puesto en duda el carácter verdaderamente popular del gobierno actual, en sus dos versiones sucesivas, poniendo en el centro de la cuestión justamente las políticas concretas de éstos. Aunque tampoco esto implica defender a los grupos económicos monopólicos o a los opositores, ya que es una ficción suponer que los límites entre ellos se presentan de manera absoluta, los límites son más bien difusos entre estos supuestos sectores identificados en la disputa. Existen vínculos más que directos entre unos y otros. Fracciones y facciones de cada uno de estos grupos y sectores están involucradas y artculadas de distintas formas entre sí. Hay capitales empresarios asociados al kirchnerismo y al PJ; proyectos políticos concretos detrás del empresariado y el periodismo; y sectores populares a favor de unos u otros, o directamente escépticos, frente a esta disputa; además de muchos otros actores políticos y sociales que intervienen en las distintas querellas en cuestión.

La popularidad como rasgo político está permanentemente en entredicho, a veces para ejercer criticas superficiales, otras para hacer una apología sistemática de ciertas prácticas de corte populista. El centro del debate y el dilema está dominado sin dudas la experiencia venezolana con el presidente Chávez a la cabeza, subestimado desde estás latitudes tanto por sus detractores más acérrimos como por sus adeptos más incondicionales. El de Venezuela es hoy el prototipo de gobierno popular/populista defendido y defenestrado con el mismo fervor e idéntica superficialidad, y con él otras experiencias latinoamericanas muy diferentes entre sí. La condición de popular no debería estar en entredicho ni en un caso ni en otro, más allá del mero formalismo democrático y la llana ingenuidad de que cualquier gobierno debería incurrir en prácticas que se acerquen en algo al “bien común” (si tal cosa existe), si no remite a cuestiones concretas que atañen al quehacer político y de gestión. En debates metafísicos el rasgo de popular puede ser eternamente disputado, ya sea para apropiárselo o para vilipendiarlo con denuncias muchas veces incomprobables, a menos que estemos dispuestos a hacer un ejercicio de crítica más minuciosa y concreta, donde las palabras tengan una correlación efectiva con hechos de la realidad, donde lo superfluo no domine lo importante, donde la discusión sea verdaderamente política.


Fernando M. S.